Sergio Tapia Lira, enero de 1999.
Ayer sepultamos
a mi tía Estercita. Su muerte era esperada desde hace meses. Ya estaba muy
viejita y, por tanto, su cuerpo desgastado y cansado. En algunos momentos de
lucidez ella deseaba irse y reunirse con los seres queridos que la habían
precedido, porque su creencia al respecto era absoluta, tajante: la muerte es sólo
un paso a otra vida, espiritual y en comunión con Dios, donde no existe la
materia, por tanto, no hay preocupación ni ninguna clase de sufrimiento.
Se fue en forma
tan suave y tranquila como había sido su vida. Ella padeció grandes dolores y
sinsabores, sin embargo los soportó cristianamente, o sea todo cuanto le
sucedía estaba con el beneplácito de Dios, y por tanto estaba bien: Había
perdido su querido esposo, mi tío, su hija mayor, su hija menor, más unas guagüitas
que vivieron poco. Mi tío vivió varios años alejado de la religión, y eso no le
amargaba a ella, sino que la hacía orar para que él regresara al rebaño del
cual estaba descarriado. Afortunadamente para ella, esto ocurrió, lo que para
mi tía fue natural y lógico, pues ella decía “Él pertenece al Señor por lo
tanto va a volver”.
Sus funerales
fueron hermosos, y lo digo a pesar de que soy bastante incrédulo. Quienes usaron
de la palabra en la Iglesia destacaron su entrega total a Dios, sus sabios
consejos siempre apegados a la Biblia, recordaron sus palabras de consuelo a
quienes pasaban un mal momento. Se entonaron hermosos himnos, como alabanzas a
Dios, y en agradecimiento porque había sido llamada al Cielo y liberada de las
penas y sufrimientos de la Tierra.
No pude evitar
multitud de veces enjugar mis lágrimas. Es que ella era mi última tía. Con ella
se iba una parte de mis recuerdos. Pasé muchas temporadas en su casa que, en cierto
modo, era mejor que la mía. En ella había pobreza, pero una pobreza digna, sin
humillaciones ni bajeza alguna. Además me trataba con cierta predilección, es
decir yo era tratado mejor que sus hijos, mis primas. Eso sí, trató de llevarme
a su religión, pero sin presión, de modo que yo nunca me sentí molesto. Lástima
que nunca lo logró. Y esto lo digo sinceramente, porque entregarse a Dios, creo
que es conseguir una cuota de felicidad en este mundo.
Su sobrino, Sergio Tapia Lira, autor de este texto, falleció el día 23 de abril de 2004.