viernes, 23 de julio de 2010

EL DISCÍPULO ARMANDO.

Conocí a Armando González Loncón en casa de quien era en ese entonces, mi guía espiritual, su hermano Guillermo. Ambos éramos sus discípulos recién convertidos a Jesucristo. Escuchábamos las enseñanzas con respeto y toda la fe de que aquellas inspiradas palabras las revelaba el Espíritu Santo. Armando y yo teníamos la misma edad. Eran los años 70. Mi condiscípulo era un hombre reflexivo, soñador, casi un poeta, nacido y criado, junto a los demás hermanos de Guillermo, en la ciudad de Calbuco. Estaba casado con una jovencita de Chiloé, la hermana Delfia. Nosotros en ese tiempo no nos tratábamos de “hermano” sino que por nuestro nombre de pila, como buenos amigos, porque se nos enseñaba a tener un trato tan íntimo como en la familia. Armando quedaba de pronto extasiado, mirando más allá del horizonte, y compartía en voz alta lo que sentía en su corazón por el Señor. Aquellas tardes y noches compartidas en la casa de nuestro discipulador, ubicada en el Cerro Toro, Camino de Cintura, serán para todos los que tuvimos la suerte de vivirlas, una experiencia inolvidable.

Tiempo después fuimos vecinos en Mesilla, en la calle Vargas, un barrio muy humilde, formado por viejas pequeñas casas, con patios interiores comunes. Nuestras hijas eran pequeñas y jugaban juntas. Recuerdo a mi Marina muy entretenida con la bella Danai, de Armando. Él trabajaba como carnicero en un comercio del barrio, yo como profesor de ciegos en una escuela en Chorrillos. Ambos estábamos construyendo nuestras vidas familiares, aprendiendo a vivir cristianamente, luchando con nuestras propias debilidades. Cada domingo nos encontrábamos en el salón de un colegio del Cerro Playa-Ancha, que nos facilitaban para nuestros cultos cristianos. A esas celebraciones nombrábamos como la “comunión”. ¡Vamos a la comunión! decíamos y éramos ingenuamente felices adorando al Señor, orando en forma libre y escuchando la Palabra de Dios en la prédica que nos daban los líderes.

Armando siempre fue una persona amable, sonriente, tranquila, respetuosa en el trato, sencillo, sin ínfulas de nada, con una mirada limpia.

Años después, cuando comencé a ejercer el pastorado, tuve algunas reuniones en su hogar y él y su esposa fueron muy cordiales y hospitalarios. Su casa siempre estuvo abierta a los hermanos y a cualquier persona que requiriese una ayuda. Siempre me llamó la atención el cuidado que nuestra hermana Delfia brindaba a la manutención del hogar, siempre muy limpio, ordenado y brillante.

En un período de crisis personal que viví y mi hermano Guillermo con su esposa María me acogieron en su hogar, fui vecino de Armando. Él participaba ahora en una Iglesia muy dinámica de Valparaíso. Allí alcanzó un nivel de liderazgo interesante y en su hogar funcionaba una célula. Desde nuestra casa se oían los cantos y las oraciones. Es evidente que Armando había crecido en el liderazgo.

Cuando mis hijos partieron a Europa, y me correspondía administrar un departamento de ellos en la población de la Marina Mercante, visité dos o tres veces a Armando en su carnicería. Ahora, después de más de 20 años, él ya era propietario de un negocio. Incluso su mujer administraba otro negocio. Es notable la capacidad administrativa que el buen Armando desarrolló, indudablemente supo gobernar su hogar, amar a su mujer, criar a sus hijas, educarlas e infundirles fe.

Una vez lo encontré en la calle, apoyado en un mirador a la bahía de Valparaíso. Me dijo bellas palabras acerca de la ciudad que veía desde lo alto. En su alma estaba indudablemente, el anhelo de que todos conocieran el Evangelio. Intercambiamos algunas palabras e informaciones y nos despedimos con un abrazo.

Mi último encuentro con el discípulo Armando fue en su linda casa de Curauma. Lo visité con mi amigo y hermano Guillermo, debido a su grave enfermedad –mal de Ela- que le invalidaba rápidamente e impedía respirar con facilidad. Junto a su hogar construyó su propio negocio y noté que mi querido amigo Armando había alcanzado la prosperidad material. Pudo bendecir a su esposa e hijas, seguramente al resto de su familia, pues era un hombre lleno de amor.

Hoy, cuando él descansa en los brazos del Señor, escuché y pude ver en su sepelio – bajo la intensa lluvia invernal y el viento de Playa Ancha – el testimonio de jóvenes, adultos y ancianos que le amaron, admiraron y agradecieron por la vida de este hermoso hombre que, a imitación de su Maestro, “anduvo haciendo bienes y sanando a todos los oprimidos por el diablo”[1]

Sin ánimo de contender con el Señor, pues Él es soberano para tomar de esta tierra a quien quiera y cuando quiera; no puedo dejar de preguntarme ¿por qué, Señor? ¿Por qué quitas de este mundo a un hombre bueno y aún joven? ¿Acaso no te habría sido útil para la obra en ese nuevo barrio, donde hay mucha gente necesitada de Tu Palabra? Tal vez nuestro hermano estaba ya cansado de tanto luchar por su familia; quizás ya había hecho la obra que el Señor le tenía asignada. O pudiera ser que Dios quiso defenderlo de futuras calamidades. Nadie puede saberlo. Pero sí aseguramos que el tiempo que el Padre le dio para cumplir su misión en esta vida, lo aprovechó al máximo y dejó una rica siembra en los corazones de sus hijas, nietas, familiares, amigos y hermanos en la fe.

Doy gracias a Dios por haber conocido y compartido mis primeros pasos en el discipulado cristiano con el hermano Armando. Pienso que en él se cumplió aquel poema bíblico que canta:

“1 Bienaventurado el varón que no anduvo en consejo de malos,
Ni estuvo en camino de pecadores,
Ni en silla de escarnecedores se ha sentado;
2 Sino que en la ley de Jehová está su delicia,
Y en su ley medita de día y de noche.
3 Será como árbol plantado junto a corrientes de aguas,
Que da su fruto en su tiempo,
Y su hoja no cae;
Y todo lo que hace, prosperará.

6 Porque Jehová conoce el camino de los justos;
…”[2]



Valparaíso, viernes, 23 de julio de 2010.

[1] Hechos 10:38
[2] Salmo 1:1-3,6a